La tarde del 25 de noviembre de 2020 será recordada como aquella en la que la vida rutinaria de los argentinos y las argentinas quedó suspendida de golpe: un hecho excepcional, la muerte de Diego Armando Maradona, ocupó todos los espacios y todas las conversaciones.
El tiempo, eso que nunca se detiene, había sido interceptado por una noticia definitiva: Diego había perdido su última batalla. El incansable trajinar del ídolo, desde Villa Fiorito hasta las grandes capitales globales, había llegado a su fin. Una biografía legendaria concluía y su rebeldía permanente pasaba a integrar, para siempre, la memoria mítica de la Argentina.
Un jugador suntuoso e impredecible, el fútbol de Maradona no se había visto antes. Con una inspiración siempre renovada, constantemente inventaba gestos y golpes nuevos. Un bailarín en botines, no era un atleta sino un artista, encarnaba la magia del juego.
Estoy entre quienes consideran a Diego el más Grande Futbolista de todos los tiempos: hay un antes y un después de Maradona, un antes y después del crack de la prodigiosa zurda; del artista inigualable.
Aquellos que arrugan el rostro pensando en el último Maradona, con dificultades para caminar, problemas para vocalizar, abrazando a Maduro y haciendo de su vida lo que le daba la gana, harán bien en abandonar esta despedida que abrazará al genio y absolverá al hombre. No van a encontrar un solo reproche porque el futbolista no tenía defectos y el hombre fue una víctima. ¿De quién? De mí o de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento lo elogiamos sin piedad.
Siempre quise ser Maradona. El día que dejé mi carrera como jugador, fue como si mi sueño de la infancia hubiera terminado. Ahora, con tu desaparición, es mucho más que el sueño de un niño que se desvanece: es el fin de ‘mi’ fútbol .
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